La frecuencia con que los actos médicos
son sometidos a los tribunales de justicia es
tan inusitada en nuestro país que está
en severo riesgo el correcto ejercicio de la medicina
y el bienestar de la comunidad. Todos los actos
humanos pueden ser sometidos al escrutinio moral
y también judicial y en particular cuando
un paciente o su familiar sienten que han sido
víctima de un daño por una inadecuada
acción médica. Pero cuando toda
la profesión médica queda envuelta
en un manto de sospecha tal que un porcentaje
muy alto de los profesionales recibe por lo menos
una demanda, algo grave ocurre en nuestro entretejido
social.
La industria del juicio es una realidad, que se
percibe cuando se observa el frecuente merodeo
de personajes -en las cercanías de las
áreas de alta complejidad de instituciones
de salud- que ofrecen a familiares de pacientes
graves los servicios de profesionales disponibles
para litigar gratuitamente contra los presuntos
responsables de la suerte de un familiar querido.
Está tan quebrada la relación médico-paciente,
que el acercamiento de un familiar o amigo médico
para ayudar frente a alguna circunstancia difícil
hoy se reemplaza por la advertencia de la existencia
de un abogado en la misma familia o en su amistad.
El interés por la evolución de un
paciente no se trasunta hoy por el pedido de una
interconsulta sino por la solicitud de algún
examen u hoja clínica destinada a un tercero
que colecciona pruebas para un futuro litigio.
Y hasta ha ocurrido algo impensable en el aborto
no punible, cuando magistrados judiciales afirman
públicamente la inconstitucionalidad del
correspondiente artículo 86 del Código
Penal -que todos sabemos que existe y debe ser
cumplido- y en el otro extremo, funcionarios del
Ministerio de Salud publican una guía normativa
para médicos sobre este tema en la que
se recuerda la amenaza civil, penal o administrativa
para el profesional que no cumpla ese mismo artículo,
ignorando en cambio toda mención a la inseguridad
jurídica vigente. Con esta realidad y el
ordenamiento jurídico-constitucional de
nuestro país por el que el sentido de una
sentencia no es obligatoria para los tribunales
de inferiores y ni siquiera para el mismo tribunal,
se genera un clima en el que ser médico
en la Argentina resultará una epopeya heroica
que ningún poder del Estado ni la sociedad
tiene derecho moral a exigir ni a imponer.
Lo ha escrito claramente el juez Roberto Loustanau
de la Cámara de Apelaciones en lo Civil
y Comercial de Mar del Plata en su fallo sobre
V.O (21/2/2007) en el que se autoriza el aborto
no punible por abuso sexual de una menor: "Si
ante una práctica normal y habitual, desde
un diagnóstico hasta una intervención
común, los médicos sufren diariamente
el temor de resultar demandados y verse inmersos
en un pleito de impredecibles consecuencias, ¿con
qué fundamento hemos de decirles que practiquen
sin diligencia judicial previa un aborto que luego
veremos si los condenamos o no penalmente? ¿Cuál
es la razón que nos permite exigirles que
pongan en riesgo su trabajo, su matrícula,
su tranquilidad, su salud y su futuro? Tengo para
mí que, en nuestro país y en la
actualidad, no puede exigirse tal conducta a los
médicos. No son exigibles las conductas
heroicas".
Finalmente la cercanía de la muerte, por
una enfermedad grave o por una complicación
inesperada, no se admite culturalmente por las
constantes promesas irreales que están
más cerca de la crueldad que de la inocente
fantasía. El imperativo tecnológico
("porque se puede se debe") tiene su
mayor expresión en la aplicación
del soporte vital en terapia intensiva que puede
mantener indefinidamente una vida biológica
en pacientes irreversibles.
Y entre el temor médico de no dejar de
"ofrecer todo lo disponible" y la lectura
de la sentencia de un ministro de una Corte Provincial
que compara el retiro de un soporte vital con
"atrocidades como las que provocó
la Alemania nazi o con la reimplantación
de una nueva roca Tarpeya" resulta difícil
encontrar una respuesta razonable.
Se yergue así una medicina defensiva que
pide permiso judicial para no ingresar a terapia
intensiva a un paciente que espera la muerte con
cuidados paliativos o para no efectuar su reanimación
cuando ocurra el paro cardíaco. Así
las cosas, me temo que en Argentina ser paciente
es riesgoso y ser médico es desaconsejable.
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